La Chispa de la Vida

Grande, pequeño, blanco o rojo intenso,incluso negro y amarillo, suave o rugoso, sorprendente o curioso, aterrador, sugerente, increible, ¡¡¡alucinanteee!!!. Todo está ahí, esperandonos.

La belleza está en los ojos más que en aquello que miras.

sábado, 30 de octubre de 2010

Sombras

Sombras. Sombras en la noche. Sombras en el alma.

El reflejo se materializó sobre el titilante espejo formado -a duras penas- gracias al charco de agua que las últimas lluvias habían formado. El agua permanecía atrapada dentro de la oquedad de la única roca que se podía encontrar en muchos metros alrededor de la sombra, si así se podía llamar al borrón grisáceo que más que verse se intuía. La sombra se encontraba levitando sobre la arena dominadora de toda la extensión circundante.

Alrededor de la sombra, como un firmamento de millares de estrellas, continuos destellos simulaban una danza ancestral, más antigua aún que la propia roca donde el espejo continuaba meciéndose por causa de la suave brisa. Tan suave era que se podría decir imperceptible, aún así era portadora de la única sensación de movimiento, de hálito de vida y con ello de esperanza.

Sólo era una sensación ya que los destellos eran producidos por infinidad de porciones minúsculas de hueso que se habían entremezclado con la arena durante muchos miles de años. Nada, nada vivía en aquella soledad. Nada podía sobrevivir donde la muerte había dejado su marca en una edad que ya había sido olvidada por cualquier forma de vida. Una edad que no aparecía reseñada en ningún trozo de papel en ningún anagrama o símbolo. Una edad que no había existido.

La figura se movía, cerca de la inapreciable sombra, llevada por la inercia de una determinación casi olvidada ya. Algo dentro de él le forzaba a continuar su rumbo errático, sin esperanza.

No podía recordar por qué se movía, qué le impelía a continuar. No había razón en su mente, ni débil ni fuerte, para seguir avanzando ni para dejarse llevar por el deseo de abandonarse al destino inexistente para él.

Era una cáscara, una cáscara vacía, una envoltura para un vacío profundo, inmenso, desmesurado. Ni siquiera sabía qué era o qué había sido o tan solo si existía o no. Por lo tanto no le importaba.

Era imposible ser menos de lo que era, ya que no era nada. Nada absolutamente. No cabía esperanza, no cabía ninguna motivación que pudiera percibir. Nada existía en torno a él. No había razón ni causa a su estado.

Era afortunado. Tenía la gran suerte a su favor de no tener nada que perder. Nada que desear. Nada que dar. No estaba sujeto a ninguna ley, a ninguna obligación, a ningún deseo porque nada tenía dentro de sí. Era un ser libre, libre de morir o vivir.

Libre de pasiones. Libre hasta del miedo, por eso no hacía el menor caso a los ojos brillantes, refulgentes y chispeantes que le seguían a corta distancia desde hacia… no tenía tiempo o al menos no era consciente de él pero los ojos estaban allí desde siempre o desde hacía poco tiempo, no era relevante.

Los ojos estaban rodeados por dos pobladas cejas que se unían sobre el hocico y se estiraban hasta las puntiagudas orejas. Las orejas blancas, blancas inmaculadas como la arena que pisaba, como los trocitos de hueso que iba levantando en el polvo provocado por su rítmico caminar. Blancas como todo el resto de su pelaje desde las uñas de las patas hasta el lomo y la cabeza. Todo blanco. Blanco como los colmillos que sobresalían afilados de la mandíbula perfecta, puntiaguda, preparada para desgarrar la carne de sus presas y separarla límpidamente del hueso como si de una simple piel se tratase.

Contra todo sentido, la criatura nada buscaba, nada quería, nada deseaba, sólo se movía alrededor de la figura y siempre estaba cerca de él. Le seguía atrayendo con la misma fuerza que le obligo a dejar a su manada. La figura que no despedía olor, que no emitía sonidos, que ni siquiera le miraba o se preocupaba. Pero, sobre todo esto, era la figura que no emitía los sentimientos de miedo que siempre había percibido en todas las criaturas con las que se había cruzado en su no muy larga vida. Quizás fue precisamente esa ausencia la que motivó su insólita conducta que le había llevado a dejar todo lo que componía su mundo, su razón de existir por perseguir … No sabía que perseguía.

Hasta él llego el inconfundible olor de agua. La vio prisionera de la única roca que había cerca. Se acercó hasta ella y observo sus ojos reflejados en el agua. Los vio mecerse al ritmo que marcaban las imperceptibles olas formadas por la brisa. La visión de sus ojos le hizo patente que no pertenecía a su manada, ningún miembro de ella tenía el color de sus ojos. No tenían un color, tenia multitud de colores desde negro y gris a blanco como el mármol. Si pudiese saber lo que era los hubiera descrito como granito, pero no sabía describirlos solo compararlos y al hacerlo de nuevo se le hacía manifiesto que no pertenecía a ningún sitio, que su vida no estaba en los sitios que había visitado que… todo se paró de repente. Algo dentro de sí explotó en un abrasador fuego al ser atravesado por cientos de proyectiles de arena y hueso que atravesaban su carne como si de un ser inmaterial se tratase. Al girar la vista un espectáculo a la vez terrorífico y fascinante se estaba produciendo junto a él, en la figura que había sido causa de su atención constante durante los últimos días.

Llegó como un estallido. Una descarga le recorrió por todas las fibras de su ser. Fue inesperado, dolorosamente súbito. Una andanada fortuita de millones de partículas le penetraban produciendo sensaciones jamás vividas o al menos jamás recordadas. Mientras la sombra se fundía en uno con él. Los tendones de su cuerpo se tensaban como las cuerdas de un arco al seducir la saeta antes de salir lanzada a su incierto y desconocido destino.

Se sentía embriagado por innumerable cantidad de aromas que se alojaban en su cerebro definiendo cuanto le rodeaba por primera vez, o al menos así lo creía. Percibía extasiado el calor que los rayos del sol repartía por cada centímetro de su piel. Tomó conciencia de sí. Existía.

Vio los colores de la tierra. Vio el color del cielo. Fue consciente de que tenía un espíritu, un alma. Rió y el sonido de su propia risa produjo en él placeres desconocidos hasta entonces. Extendió sus brazos hacia el cielo y de su garganta salió un grito titánico, formidable. Estaba vivo.

Miró hacia el enorme animal, el lobo blanco como la luz, que como un guardián permanecía alerta con la mirada fija en él. No necesitó decirle nada. Nada le ordenó, sólo comenzó a caminar sabedor de que el lobo caminaba junto a él. Habían nacido de la tierra, ésta les había dado la vida. Tomo un puñado de arena y la encerró en su mano. Comenzaron a caminar hacia su destino, sin miedo, sabedores de que tenían una historia que realizar, que el mundo les esperaba. El mundo sería conocedor de que la vida existía. También existía la muerte, lo que era un alivio. Detrás de ellos no quedaba ninguna sombra.

martes, 26 de octubre de 2010

Un cuento para niños

Arrastrábase por la arena, sigiloso, audaz, temerario. Un aro adornaba su nariz desde hacía tanto tiempo que ya ni recordaba el punzante dolor de la aguja perforando la carne, pero él seguía avanzando a pesar de que el anillo se enganchaba en las atrevidas ramas, que contra toda lógica, se abrían paso hacia el cielo en medio de aquella desolación inhóspita e inexplorada.
El pañuelo, cubriendo todo el cuero cabelludo y anudado sobre su nuca, presentaba la indudable huella de otras épocas. Para cualquier observador meticuloso despedía aromas de otras aventuras; de otras batallas personales, no todas resueltas ni bien acabadas; pero que habían forjado ese espíritu indómito (no siempre bien reconocido, pero algunas veces admirado por aquellos pocos que habían conseguido entrelazar su destino junto a él).
Sobre su cabeza una sombra revoloteaba. Ésta se movía a impulsos, como si en cada movimiento tuviese que derribar muros invisibles. Intentaba con ahínco avanzar y poder observar con detalle la forma que se encontraba bajo ella. Sobre todas las cosas llamaba su atención el apéndice adosado a la rodilla derecha: un perfecto palo que desprendía retazos de recuerdos en el animal, adornado por capricho de la naturaleza con unos destellos verdes azulados rematados con un brillante color rojo bajo su engarfiado pico.
El loro no pudo resistirse, quizás llevado por los aromas a nueces o por el movimiento sinuoso de la pata de palo, se lanzó sobre el objeto de tanta atención y se llevó entre su pico el irresistible y preciado trofeo de unas suculentas astillas de madera – que inmediatamente arrojó al suelo sin mayor interés-.
El supuesto observador podría llegar a pensar que el agredido se revolvería contra el animal, para dejar clara su posición de dominio sobre él, pero inesperadamente éste ni se inmutó, siguió avanzando imperturbable hacia su objetivo, con su meta fijada, como si se tratase de un incandescente punto de fuego -al rojo vivo- incrustado entre las pobladas cejas remarcadas bajo el colorido pañuelo. Es más, si este observador fuese tan meticuloso como cabría esperar, observaría claramente una multitud de muescas sobre la superficie de la pata, lo que le indicaría una especie de acuerdo tácito, un ritual mil veces realizado por ambas partes creando así un vínculo único e inexplicable entre las dos criaturas.
La costa de Puerto Rico quedaba muy al norte de su localización. Allí había dejado -ancladas en una estrecha ensenada - sus pertenecías. Hubiera podido seguir navegando a través del Caribe, vadear la isla, y atracar en Guánica, una posición mucho más cercana a su objetivo: el Bosque Seco. Pero este espíritu no formaba parte de él, quería prepararse por el camino, conocer bien el entorno, aspirar los aromas, sentir en su piel el hormigueo, la tensión previa al encuentro, prepararse para el momento…
.
Allí, en lo más profundo de Bosque Seco se ocultaba su meta, quizás contra toda creencia, debido a lo inhóspito del lugar, su objetivo se sentía resguardado y protegido, pero él era tenaz y nunca había abandonado. Sentía en sus pulmones la presión del aire, denso, espeso, irrespirable. En un momento de debilidad pasó por su mente mirar atrás, sobre su hombro, pero no sirvió sino para renovar en él el ansia de terminar de una vez por todas. Continuó arrastrándose y por fin los vio. Allí estaban. El loro, ante la tensión de su compañero, que no se le puede llamar de otra forma, se quedó congelado en el aire en un alarde imposible y a continuación se posó en la hoja de una especie de cactus tropical.
Estaba ella, inmóvil, anclada a una rama, prisionera de su propia existencia. Eso sí, altiva y deslumbrante, conocedora de su belleza y la atracción que ejercía. Una figura se movía inquieta a su alrededor, quizás presintiendo un peligro no definido, casi intuido. Cada vez que giraba sobre ella se abalanzaba con un movimiento rápido, fugaz, casi imperceptible y le incrustaba el punzón curvado que llevaba adosado. No podía evitarlo, lo llevaba grabado en su ser, salía desde dentro como un torrente imparable y se veía obligado a usarlo para sacar el máximo provecho de sus acciones.
Excitado, con la adrenalina subiendo hasta sus sienes, se sentó en el suelo y se quedó quieto, inmutable, contemplando lo que solo unos pocos, muy pocos, antes habían visto: El baile del zumbadorcito, que años después se sabría era el pájaro que pone los huevos más pequeñitos, pero eso a él no le importaba. Fijaba la atención en la otra protagonista, que como una estrella, desplegaba sus brazos mostrando en su centro el exquisito néctar, obligando a la atrapada avecilla a ejecutar una danza imposible a su alrededor. Contempló largo tiempo, ensimismado en sí mismo, sin prisas, saboreando y aprendiendo, hasta que por fin decidió que estaba perturbando la intimidad del momento. Se levantó y puso rumbo hacia su barco donde le esperaban… ¡ah, esa es otra historia¡


P.D.: La Orquídea (para los curiosos Encyclia krugii) y el colibrí (para los mismos curiosos Mellisuga minima). Los Bosques Secos son protección de la Humanidad y es territorio casi desértico en medio del Caribe, en la Isla de Puerto Rico.

lunes, 4 de octubre de 2010

La marcha

Los primeros rayos del sol danzaban sobre la rama que le servía de soporte. Se reflejaban, sobre las gotas del intenso rocío que la recubrían, como si de una fina capa de oro o de miel silvestre se tratase. Más allá de la rama, mucho más allá -tanto que apenas se perfilaba en la incipiente madrugada- se movía rítmicamente el objeto de su atención.

Como todas las mañanas, desde poco antes de despuntar el sol pero cuando el alba ya había hecho su aparición, el sonido había comenzado a llegar hasta ella seco, cortante, machaconamente acompasado, una y otra vez.

Como cada mañana, desde hacía semanas, sentía el irresistible deseo de elevarse a las alturas y acercarse a observar de cerca. Se sentía seducida más que por el sonido que hasta ella llegaba, por el atrayente resplandor que emanaba junto a la figura del hombre.

El hombre… causante de muchos de sus temores y de una irresistible y constante atracción que manando desde su interior iba creciendo en ella día a día. El hombre... fuente de noches inquietas, de atardeceres expectantes, de conflictos internos que la abrasaban y dejaban desazogada una y otra vez. El hombre… provocador distante, inconsciente, ajeno a su existencia. El hombre… indiferente a la fuerza que desde él se proyectaba inundando todo cuanto le rodeaba.

El hombre dejó a un lado la maza con la que llevaba golpeando durante mucho rato el incandescente trozo de metal. Con ayuda de unas tenazas largas colocó el objeto fruto de su trabajo en un balde que lleno de agua tenía para ese menester. Observó como cambiaba el rojo intenso, doliente a la vista, por un tono más apagado. Poco tiempo después se convirtió, como por un sortilegio, en un color azul cobrizo para inmediatamente pasar a ser casi gris cristal. No dejaba de maravillarse, una y otra vez, al contemplar esa transformación. Observaba, casi con frenesí obsesivo, como iba cambiando el mineral de consistencia, de forma, de propiedades. Se preguntaba frecuentemente cómo ocurría semejante proceso, qué pasaba en el interior de la materia, qué fuerzas se desataban capaces de unir esos tres elementos: agua, fuego y metal en una única e indisoluble materia distinta a cualquiera de ellas y con unas cualidades y propiedades tan diferentes.

Estos pensamientos desataron de nuevo en él la inquietud. Se sentía inquieto de nuevo una vez más. Hacía semanas que tenía la impresión de ser observado, pero sabía que nadie merodeaba por allí. Si alguien se hubiese acercado a una distancia desde la que pudiese verle el lo habría sabido al instante.

Podía percibir desde lejos a los demás, lo había hecho desde siempre, conocía cosas que se escapaban a otros. Entraba en el interior de las personas a sitios que ni ellas conocían de sí mismas, por eso se había alejado. Se había marchado solo, a un lugar donde poder descansar, donde poder vivir sin sentirse reprochado, exigido a darse a los demás para luego ser acusado de creerse superior al resto. Estaba cansado de ser exprimido, por aquellos que decían quererle o amarle, para después acusarlo constantemente, incapaces de aceptarle tal y como era.

Le había costado pero al final se encontraba cómodo, a gusto, bien… bien hasta hace unas semanas. Le golpeo de nuevo la sensación de vacío que, desde sentirse observado, le arremetía contantemente.

En un impulso incontenible se paró. Quedo inmóvil junto a la fragua. Sentía el calor rodeándole, penetrando dentro de su cabeza, provocando gotas de sudor que nacían por encima de sus orejas las rodeaban y se deslizaban por la mejilla hasta descolgarse desde el mentón y caer sobre su clavícula. Se concentró en sus sensaciones, en el sudor que desde allí se deslizaba rodeando su marcado e incluso pronunciado pecho, producto de horas de esfuerzo golpeando contra el yunque, hasta caer, deslizándose como gotas de miel, por su vientre.

Junto a él, en el suelo, yacía la camisa que en pocas ocasiones utilizaba para cubrir su dorso, le gustaba la sensación de libertad de movimientos que tenía al liberarse de ella. La respiración se hizo acompasada, serena, transportándolo a otra realidad paralela, a otro mundo donde el calor emanante de la fragua se mezclaba con el sudor que nacía de él. Donde su cuerpo cambiaba constantemente de propiedades. Donde el agua, el fuego y él mismo se fundían constantemente en un baile de transformaciones continuadas.

No dolía. Si acaso, no más que la frustración de no haber conocido el amor de los demás, de haber fracasado en su relación con las personas que le rodeaban, no más que sentir el rechazo continuo, atenuado quizás por la cortesía y por el interés de lo que podían obtener de él.

Así continuó hasta que el sol se acercaba a su ocaso. Sentía sus músculos redefinidos en nuevas formas. Músculos que no sabía ni que existieran se mostraban ahora ostensiblemente. Músculos remarcados por mil reflejos que el fuego hacía nacer en las gotas de sudor extendidas a lo largo de su cuerpo, arrancando de él dorados reflejos, que se expandían por el prado, mezclándose con los refulgentes rayos del sol al atardecer, de tal forma, que era difícil distinguir los unos de los otros.

Ella había pasado el día observando. Espectadora privilegiada, de acontecimientos pocas veces acaecidos, permanecía enganchada a la visión que delante de ella se producía, incapaz, por completo, de realizar ni el más mínimo movimiento. No quería intervenir por miedo a que el momento se esfumara, miedo a que todo fuese producto de una mala pasada de su imaginación, miedo a que el hombre desapareciese delante de ella tal y como se esfuman las ilusiones conforme la vida avanza hacia su destino final.

Sabía certeramente que su destino le había ligado al hombre. Su vida ya no tendría otro objetivo que ser vivida prendada de él, enganchada a su voluntad y como si esto fuese el detonante saltó al vacío. Se dejo caer de la rama que había sido su otero desde tiempo atrás y se impulso hacia las alturas abarcando con su profunda vista todo el valle que se deslizaba bajo ella mientras se acercaba majestuosamente hacia su nuevo destino surgido del alto que se encontraba sobre su cabeza.

La vio venir desde lejos, deslizándose bajo él ascendiendo hacia el alto en que se encontraba. Supo de inmediato que era ella quien le había observado desde días atrás. Fue consciente de que estaban destinados a compartir juntos una existencia incierta pero excitante. Se mostraba a sus ojos segura de sí misma, pudo distinguir en el brillo de sus ojos como comenzaba el sol a apoyarse sobre el horizonte y en ese momento del crepúsculo, en que se hacen realidad todas las cosas imposibles, alzó su brazo con decisión y dejo que ella se apoyase en él.

El contacto fue violento, las uñas trataron inútilmente de clavarse en él para poder mantener así el equilibrio sus miradas se fijaron la una en la otra y pudo observar el mundo a través de los ojos de ella. Se pudo observar a sí mismo, y al hacerlo conoció cosas de dentro de sí que no sabían existieran. Comprendió que se había creado un vínculo a través de sus ojos que les permitía ver juntos el mundo de ambos. Miro a su alrededor se despidió para siempre sin añoranza de aquel lugar y comenzó a caminar por el sendero con el halcón recortando su silueta sobre su brazo.

Dejo de preocuparle los demás. El mundo sabría que había nacido. Y él sabía que había nacido un rastreador y que existía una tierra lejana donde las mujeres eran guerreras. Sabía que nacían del agua, como él del fuego. Sabía que fuego y agua eran enemigos, pero no siempre… No le importaba nada.