La Chispa de la Vida

Grande, pequeño, blanco o rojo intenso,incluso negro y amarillo, suave o rugoso, sorprendente o curioso, aterrador, sugerente, increible, ¡¡¡alucinanteee!!!. Todo está ahí, esperandonos.

La belleza está en los ojos más que en aquello que miras.

domingo, 26 de diciembre de 2010

Sombras

Sombras. Sombras en la noche. Sombras en el alma.

El reflejo se materializó sobre el titilante espejo formado -a duras penas- gracias al charco de agua que las últimas lluvias habían formado. El agua permanecía atrapada dentro de la oquedad de la única roca que se podía encontrar en muchos metros alrededor de la sombra, si así se podía llamar al borrón grisáceo que más que verse se intuía. La sombra se encontraba levitando sobre la arena dominadora de toda la extensión circundante.

Alrededor de la sombra, como un firmamento de millares de estrellas, continuos destellos simulaban una danza ancestral, más antigua aún que la propia roca donde el espejo continuaba meciéndose por causa de la suave brisa. Tan suave era que se podría decir imperceptible, aún así era portadora de la única sensación de movimiento, de hálito de vida y con ello de esperanza.

Sólo era una sensación ya que los destellos eran producidos por infinidad de porciones minúsculas de hueso que se habían entremezclado con la arena durante muchos miles de años. Nada, nada vivía en aquella soledad. Nada podía sobrevivir donde la muerte había dejado su marca en una edad que ya había sido olvidada por cualquier forma de vida. Una edad que no aparecía reseñada en ningún trozo de papel en ningún anagrama o símbolo. Una edad que no había existido.

La figura se movía, cerca de la inapreciable sombra, llevada por la inercia de una determinación casi olvidada ya. Algo dentro de él le forzaba a continuar su rumbo errático, sin esperanza.

No podía recordar por qué se movía, qué le impelía a continuar. No había razón en su mente, ni débil ni fuerte, para seguir avanzando ni para dejarse llevar por el deseo de abandonarse al destino inexistente para él.

Era una cáscara, una cáscara vacía, una envoltura para un vacío profundo, inmenso, desmesurado. Ni siquiera sabía qué era o qué había sido o tan solo si existía o no. Por lo tanto no le importaba.

Era imposible ser menos de lo que era, ya que no era nada. Nada absolutamente. No cabía esperanza, no cabía ninguna motivación que pudiera percibir. Nada existía en torno a él. No había razón ni causa a su estado.

Era afortunado. Tenía la gran suerte a su favor de no tener nada que perder. Nada que desear. Nada que dar. No estaba sujeto a ninguna ley, a ninguna obligación, a ningún deseo porque nada tenía dentro de sí. Era un ser libre, libre de morir o vivir.

Libre de pasiones. Libre hasta del miedo, por eso no hacía el menor caso a los ojos brillantes, refulgentes y chispeantes que le seguían a corta distancia desde hacia… no tenía tiempo o al menos no era consciente de él pero los ojos estaban allí desde siempre o desde hacía poco tiempo, no era relevante.

Los ojos estaban rodeados por dos pobladas cejas que se unían sobre el hocico y se estiraban hasta las puntiagudas orejas. Las orejas blancas, blancas inmaculadas como la arena que pisaba, como los trocitos de hueso que iba levantando en el polvo provocado por su rítmico caminar. Blancas como todo el resto de su pelaje desde las uñas de las patas hasta el lomo y la cabeza. Todo blanco. Blanco como los colmillos que sobresalían afilados de la mandíbula perfecta, puntiaguda, preparada para desgarrar la carne de sus presas y separarla límpidamente del hueso como si de una simple piel se tratase.

Contra todo sentido, la criatura nada buscaba, nada quería, nada deseaba, sólo se movía alrededor de la figura y siempre estaba cerca de él. Le seguía atrayendo con la misma fuerza que le obligo a dejar a su manada. La figura que no despedía olor, que no emitía sonidos, que ni siquiera le miraba o se preocupaba. Pero, sobre todo esto, era la figura que no emitía los sentimientos de miedo que siempre había percibido en todas las criaturas con las que se había cruzado en su no muy larga vida. Quizás fue precisamente esa ausencia la que motivó su insólita conducta que le había llevado a dejar todo lo que componía su mundo, su razón de existir por perseguir … No sabía que perseguía.

Hasta él llego el inconfundible olor de agua. La vio prisionera de la única roca que había cerca. Se acercó hasta ella y observo sus ojos reflejados en el agua. Los vio mecerse al ritmo que marcaban las imperceptibles olas formadas por la brisa. La visión de sus ojos le hizo patente que no pertenecía a su manada, ningún miembro de ella tenía el color de sus ojos. No tenían un color, tenia multitud de colores desde negro y gris a blanco como el mármol. Si pudiese saber lo que era los hubiera descrito como granito, pero no sabía describirlos solo compararlos y al hacerlo de nuevo se le hacía manifiesto que no pertenecía a ningún sitio, que su vida no estaba en los sitios que había visitado que… todo se paró de repente. Algo dentro de sí explotó en un abrasador fuego al ser atravesado por cientos de proyectiles de arena y hueso que atravesaban su carne como si de un ser inmaterial se tratase. Al girar la vista un espectáculo a la vez terrorífico y fascinante se estaba produciendo junto a él, en la figura que había sido causa de su atención constante durante los últimos días.

Llegó como un estallido. Una descarga le recorrió por todas las fibras de su ser. Fue inesperado, dolorosamente súbito. Una andanada fortuita de millones de partículas le penetraban produciendo sensaciones jamás vividas o al menos jamás recordadas. Mientras la sombra se fundía en uno con él. Los tendones de su cuerpo se tensaban como las cuerdas de un arco al seducir la saeta antes de salir lanzada a su incierto y desconocido destino.

Se sentía embriagado por innumerable cantidad de aromas que se alojaban en su cerebro definiendo cuanto le rodeaba por primera vez, o al menos así lo creía. Percibía extasiado el calor que los rayos del sol repartía por cada centímetro de su piel. Tomó conciencia de sí. Existía.

Vio los colores de la tierra. Vio el color del cielo. Fue consciente de que tenía un espíritu, un alma. Rió y el sonido de su propia risa produjo en él placeres desconocidos hasta entonces. Extendió sus brazos hacia el cielo y de su garganta salió un grito titánico, formidable. Estaba vivo.

Miró hacia el enorme animal, el lobo blanco como la luz, que como un guardián permanecía alerta con la mirada fija en él. No necesitó decirle nada. Nada le ordenó, sólo comenzó a caminar sabedor de que el lobo caminaba junto a él. Habían nacido de la tierra, ésta les había dado la vida. Tomo un puñado de arena y la encerró en su mano. Comenzaron a caminar hacia su destino, sin miedo, sabedores de que tenían una historia que realizar, que el mundo les esperaba. El mundo sería conocedor de que la vida existía. También existía la muerte, lo que era un alivio. Detrás de ellos no quedaba ninguna sombra.

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